lunes, agosto 01, 2011

COPIAPO, TEMA DE REFLEXIÓN 30.07.2011

TEMA PREPARADO POR VALENTIN FUENTES RODRIGUEZ EN BASE AL ARTICULO DE REVISTA MENSAJE

La espiritualidad conflictiva de Jesús

José María Castillo, S. J.

Hablar de “espiritualidad” es poner en evidencia un contraste e incluso una confrontación. Porque al tratar de la espiritualidad, nos encontramos con sus entusiastas y con sus detractores. Los entusiastas son los que ven en la espiritualidad el remedio de todos los males. Los detractores son los que ni siquiera soportan lo que esa palabra les sugiere. Porque hay quienes piensan que espiritualidad es lo mismo que evasión del mundo y de la historia, renuncia y mortificación de todo lo que naturalmente nos gusta, aceptación resignada de las penas y miserias que lleva consigo el hecho de vivir “en este valle de lágrimas”, y todo esto con buenas dosis de “espiritualismo”.

Este contraste y esta confrontación obligan a hacerse preguntas muy básicas. Voy a afrontar aquí la que, a mi juicio, me parece la más importante de todas: ¿dónde está el centro de la espiritualidad cristiana?

EL PROBLEMA DE LAS RELIGIONES

Para responder, lo primero es caer en la cuenta de que las personas que tenemos creencias religiosas, con frecuencia establecemos, sin darnos cuenta, una relación dialéctica entre Dios y la vida. Es decir: para mucha gente, Dios y la vida son dos realidades disociadas y, sobre todo, contrapuestas. Abundan las personas que ven en la vida, con sus males, con sus sufrimientos y sus contradicciones, la gran dificultad para creer en Dios. Y, en sentido contrario, abundan también las personas que ven en Dios el gran obstáculo para vivir, desarrollar y disfrutar la vida en toda su plenitud. Es decir, por una parte, la vida en este “valle de lágrimas” representa nada menos que el problema del mal, el obstáculo insalvable para aceptar que existe un Dios infinitamente bueno y poderoso. Pero, por otra parte, ese Dios, que nos manda y nos prohíbe, nos amenaza y nos castiga, se traduce y se concreta en el problema de la religión, que a mucha gente se le hace intolerable, por la idea de que, para acercarse a Dios hay que sacrificar el entendimiento, aceptando dogmas que no se entienden; sacrificar la voluntad, sometiéndose a mandatos que resultan costosos; y vencerse lo más posible en todo lo que nos gusta, porque así nos parecemos más a Cristo, que con su dolor, pasión y muerte, nos dijo como hay que ir por la vida.

Todos sabemos las consecuencias que, históricamente, ha tenido esta confrontación entre Dios y la vida de los seres humanos. Desde las religiones cuyo acto central es el sacrificio de un ser viviente, con frecuencia humano, hasta la represión de los instintos de la vida, como la necesidad de amar o los dinamismos de la sexualidad, que la religión ha satanizado en el nombre del Dios que nos hizo con esa necesidad y con esos dinamismos. De ahí que son cada día más las personas que no entienden este montaje ideológico e institucional que acaba por entrar en contradicción con lo que todo ser humano más desea y necesita: vivir con seguridad, con dignidad, respetados en sus derechos, aceptados con sus diferencias, con la posibilidad real y concreta de gozar de la vida.

Mientras las religiones no se aclaren sobre estas cuestiones tan básicas y fundamentales, vivirán en la constante contradicción de ser representantes de Dios y, al mismo tiempo, agresores de la obra fundamental de Dios, que es la vida. Es verdad que, al llegar a este punto, las religiones suelen echar mano del pecado, como la perversión que los seres humanos hemos hecho de la vida. Pero el problema entonces está en saber qué es el pecado. ¿Consiste en todo lo que sea agresión a la vida, a sus derechos, a su dignidad, a sus peculiaridades culturales, a sus instintos más básicos y al goce y la alegría de vivir? ¿O en desobedecer a la religión, con sus dogmas, leyes, poderes, jerarquías, amenazas y censuras sociales?

Con ello tocamos el centro mismo de cualquier espiritualidad. Y mientras no nos aclaremos sobre estas cosas, iremos por la vida dando palos de ciegos, con nuestra religión a cuestas y sin saber que hacer con ella.

EVANGELIO Y ESPIRITUALIDAD

El término “espiritualidad” no se encuentra en el Nuevo Testamento ni en la primitiva tradición cristiana. Esta palabra se empezó a utilizar en el siglo IV y su contenido se fue elaborando a lo largo de la Edad Media. Cuando los cristianos hablamos de espiritualidad, nos referimos a la forma de vivir de aquellas personas que se dejan llevar por el Espíritu de Dios.

Según los Evangelios, el Espíritu se comunicó a Jesús en el bautismo (Mc 1, 10; Mt. 3, 16; Lc 3, 22; Jn 1, 32). El relato de Lucas indica cómo y de qué manera Jesús se dejó llevar por el Espíritu de Dios, es decir, en qué consistió la “espiritualidad” de Jesús. El texto es bien conocido: “Jesús volvió a Galilea por la fuerza del Espíritu” (Lc 4, 14). Y en seguida se dice que Jesús leyó el texto del profeta Isaías (Lc 4, 19-20; cfr Is 61, 1-2). Inmediatamente el mismo Jesús añadió: “Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy” (Lc 4, 21).

Jesús se dejó llevar por el Espíritu del Señor para aliviar el sufrimiento humano. A eso impulsó el Espíritu a Jesús, a dar la buena noticia a los pobres, la vista a los ciegos, la libertad a los cautivos y oprimidos. En definitiva; dar vida a quienes tienen la vida cuestionada o disminuida; devolver la dignidad de la vida a los que se ven atropellados por causa de la opresión o por carecer de la libertad que merece cualquier ser humano.

Esto significa que la espiritualidad que presenta el Evangelio funde la causa de Dios con la causa de la vida, hasta tal punto que la predicación y el comportamiento de Jesús nos viene a decir que los seres humanos encontramos a Dios sólo en la medida en que defendemos, respetamos y dignificamos la vida. En esto se sitúa el centro de la espiritualidad cristiana y por eso el Evangelio resulta comprensible cuando se parte de este planteamiento y cuando, a partir de este principio, se interpreta el mensaje de Jesús.

El centro de este mensaje, según los sinópticos, no fue Dios sino el Reino de Dios (Mc 1, 14-15; Mc 4, 17-23; 10, 7; Lc 4, 43). A Jesús no le preocupó el problema de Dios en si mismo, sino dónde y cómo podemos encontrarle y relacionarlos con Él. Según el mensaje del Reino, al Dios de Jesús se le encuentra “sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo” (Mt 4, 23), resucitando muertos, limpiando leprosos, echando demonios (Mt 10, 17). De tal manera que la señal de que los seres humanos encontramos a Dios es que se expulsa a los demonios (Lc 11, 20), es decir, se produce la liberación de cuanto oprime, limita o hace indigna la vida.

La espiritualidad que presenta el Evangelio no es un proyecto que centra al sujeto en si mismo, en su propia perfección o santificación, o en su adquisición de determinadas virtudes. Por muy noble que todo esto sea, nada de ello se encuentra en el Evangelio. La espiritualidad que presenta el Evangelio es un proyecto centrado en los otros, orientado a los demás, con la intención puesta en aliviar el sufrimiento ajeno. Es un proyecto centrado en la defensa y el respeto de la vida, en la lucha por su dignidad. Cuando el Evangelio explica en qué va a consistir el criterio determinante de los que entran o no en el Reino definitivo, todo se reduce a una cosa: los que han aliviado el sufrimiento humano, los que han dado de comer a los hambrientos, los que han vestido al que no tiene que ponerse, los que han acompañado a enfermos y presos, en definitiva, los que se afanan por la vida de los demás son lo que encuentran a Dios. De este modo aparece claro que en la espiritualidad que el Evangelio muestra, se funde y se confunde la causa de Dios con la causa de la vida.

ESPIRITUALIDAD CONFLICTIVA

Cuando los evangelios nos hablan de la espiritualidad de Jesús y de cómo se puso de parte de la vida, no se limitan a decir que Jesús curaba enfermos o expulsaba demonios. También repite que Jesús hacía frecuentemente estas obras buenas precisamente cuando estaba prohibido hacerlas según las leyes de la religión establecida. Por eso Jesús era “acechado” por los piadosos observantes que sospechaban, con fundamento, que era un trasgresor de las normas establecidas (Mc 3, 3; Lc 14, 1). Al respecto, el relato más elocuente es el de la curación del manco de la sinagoga (Mc 3, 1-6). La pregunta de Jesús es tajante “¿Es lícito en sábado hacer el bien en vez del mal; salvar una vida en vez de destruirla?”. No estaba en juego la vida de nadie, porque el manco podía haber esperado al día siguiente para que lo curasen. Y, sin embargo, Jesús hace la pregunta más radical que hay en todo el relato evangélico: ¿qué es lo primero para el ser humano: la vida o la religión? Para Jesús, lo primero es la vida. Lo cual no quiere decir que Jesús prescindía de la religión o que la rechazase, sino que puso la religión donde tiene que estar: al servicio de la vida de los seres humanos, para dignificarla.

Esta manera de entender las cosas no encajaba con las ideas y proyectos de los “hombres de la religión” del tiempo de Jesús y seguramente tampoco con las ideas y proyectos de muchos hombres religiosos de nuestro tiempo. Por eso la espiritualidad, tal y como la entendió y vivió Jesús, resultó ser conflictiva. Porque entonces, como ahora, ponerse incondicionalmente de parte de la vida es de las cosas más peligrosas y problemáticas que se pueden hacer en este mundo. Esto no debe sorprendernos ya que los intereses de la institución no coinciden siempre con los intereses de la vida. Y entonces lo que suele ocurrir es que se antepone la institución a la vida. Pero precisamente eso es lo que Jesús no toleró.

Espiritualidad cristiana y conflicto van inevitablemente unidos. Por eso nada tiene de particular que la expresión suprema de nuestra espiritualidad sea el señor crucificado. Y bien sabemos que un crucificado es un ajusticiado, o sea, la demostración más patética de hasta donde puede llegar un conflicto. Por eso también la espiritualidad supone renuncia, “cargar con la cruz”, estar dispuesto a ser considerado como un agitador y un subversivo ante el orden establecido, por la sencilla razón de que uno está incondicionalmente de parte de la vida y en contra de cuantos, desde el poder, cometen todo tipo de agresiones contra la vida.

DONDE NO ESTÁ EL CENTRO

A la vista de lo dicho se pueden sacar algunas conclusiones. Ante todo, interesa dejar muy claro que el centro de la espiritualidad cristiana no está en:

a) La religión. Si entendemos la religión como relación con el Trascendente, está claro que la espiritualidad cristiana no se puede entender si no es precisamente eso. Pero esta relación necesita todo un conjunto de “mediaciones” entre los seres humanos y Dios. El evangelio deja muy claro que la mediación esencial entre los seres humanos y Dios es la vida no la religión. En consecuencia, la religión es aceptable sólo en la medida en que sirve para potenciar y dignificar la vida, hasta el gozo y la alegría de vivir. Cuando la religión se gestiona de manera que acaba agrediendo a la vida y a la dignidad de las personas, se desnaturaliza y termina siendo una ofensa al Dios que nos reveló Jesús.

b) La ascética. Por los evangelios, sabemos que Juan Bautista fue un asceta del desierto. Pero Jesús se desmarcó de la ascética del desierto, lo mismo que se desmarcó también de la religión del templo y de sus funcionarios. Por eso los evangelios establecen una contraposición muy clara entre Juan y Jesús: mientras a Juan lo comparan con un entierro, Jesús se relaciona con una boda (tal es el sentido de las lamentaciones y las flautas de Mt 11, 17ss paralelos).

c) La virtud. La “virtud” no es un concepto bíblico. Los judíos, para referirse a una persona buena, la llamaban “justa”, nunca “virtuosa”. La virtud era más bien un concepto central en la ética helenística. La virtud (aretê) era para los griegos la cualidad de los selectos de la sociedad (aristoi). Los trabajadores, los pobres y los miserables, no podían tener acceso a la virtud. Por otra parte, en aquella cultura, la virtud estaba asociada al poder, puesto que era la característica determinante de los que eran considerados los privilegiados de la sociedad. Lo sorprendente es que a partir del siglo III, el centro del Evangelio, el Reino de Dios – que es para los niños (los débiles) y los pobres – vino a ser sustituido por la virtud. No es que el mensaje de Jesús sobre el Reino quedase marginado. Lo que ocurrió es que las gentes de aquella cultura vieron que el Reino de Dios se alcanzaba poniendo en práctica la virtud. Así se produjo el desplazamiento que dura hasta hoy.

d) La perfección del sujeto. Los manuales de espiritualidad han repetido mil veces que el centro de la vida cristiana es la perfección espiritual del sujeto. Esta perfección se refiere a la caridad, con lo cual se presenta un ideal excelso. Al poner el centro en el propio sujeto, por más que se hable del amor y hasta de la caridad divina, con la mejor voluntad del mundo se fomenta con demasiada frecuencia el más refinado egoísmo.

Cuando hablamos de espiritualidad cristiana, es decisivo dejar muy claro que su centro no está en ninguna de las cuatro cosas que acabo de indicar. Lo que no quiere decir que la espiritualidad cristiana no tenga una dimensión “religiosa”, que no exija una vida “virtuosa”, con sus compromisos éticos fuertes, que no lleve a una vida de “perfección”, entendida como adhesión incondicional a Jesús, o que no requiera una determinada “ascética” entendida como dominio de sí para el servicio de los otros. Pero lo determinante es que su centro está en la defensa de la vida de los seres humanos, en el respeto a la vida, y hasta en el conseguir el goce y disfrute de la vida para todos y no sólo para unos cuantos.

VICTORIA SOBRE EL MIEDO

Si en nuestro tiempo hay algo que interesa de verdad a la gente, es tener una vida segura, respetada y digna. Y se comprende, porque las agresiones contra la vida han sido tantas y tan brutales a lo largo del siglo XX, que es normal el interés y la preocupación creciente por asegurarse una vida que les dé las suficientes garantías con vistas al siglo que ha comenzado. Un siglo, por lo demás, que plantea demasiados interrogantes, precisamente en cuanto se refiere a la vida que nos espera.

Ahora bien, la espiritualidad cristiana, si es auténtica, tiene que ser una espiritualidad centrada en la vida. Y en la vida sin adjetivos. No se trata de que la espiritualidad cristiana se desentienda de la vida “divina”, “sobrenatural”, “eterna”, “religiosa”, “consagrada” o cualquier otra de las denominaciones que la espiritualidad tradicionalmente ha asociado con la vida. Todos estos adjetivos son importantes y necesarios, con tal que se sitúen donde y como se tienen que situar.

Si la espiritualidad quiere ser coherente con el mensaje de Jesús y con las exigencias de nuestro tiempo, no tiene más camino que tomar en serio la vida y luchar por ella, incluso cuando eso pueda significar enfrentarse con las patologías de la religión. Y esto no es relajar la espiritualidad ni hacerse una vida espiritual a la carta. Todo lo contrario. Lo que pasa es nos da mucho miedo tomar en serio la vida; la nuestra, y la de las pobres gentes que carecen de seguridad, de dignidad y de los derechos más elementales. Y sabemos que en este mundo hay tantas agresiones contra la vida porque los poderes que a todos nos dominan se mantienen en su situación de privilegio precisamente por esas agresiones que cometen día a día. Enfrentarse a esa situación, contadas sus consecuencias, es lo que nos da miedo. CONSECUENTEMENTE, PODEMOS AFIRMAR QUE HABLAR DE ESPIRITUALIDAD ES HABLAR DE LA VICTORIA SOBRE EL MIEDO.